El Estado no nos quiere

Un país cuyo Estado no se interese por preservar la vida de sus ciudadanos, no implemente estrategias efectivas para combatir la delincuencia, no imponga penas severas para castigar a los culpables, no trabaje en función de la seguridad de los ciudadanos y de sus bienes, no invierta recursos en la adquisición de equipos modernos, en el entrenamiento de sus policías, en la construcción de la infraestructura necesaria para impartir justicia, en la prevención del delito y en el reacondicionamiento de los centros penintenciarios, es un país condenado irremisiblemente al desorden desestabilizador, a la violencia generalizada, a la impunidad permanente y a la muerte segura.

Venezuela se ha convertido en uno de esos países, y avanza indetenible hacia su destrucción. El Estado venezolano no ha sido diligente, ni eficiente, ni competente para enfrentar el flagelo fatal de la violencia que amenaza a todos. El delito cobra cientos de vidas humanas cada semana ante la pasmosa incapacidad de las autoridades. Desde el sordo Ejecutivo hasta la fustigante Guardia Nacional, desde la displicente PTJ hasta las desasistidas policías municipales, la delincuencia que azota al pueblo venezolano es producto de la desidia y la impasibilidad de estos organismos, contaminados por la voraz corrupción, caracterizados por la más grande y vergonzosa irresponsabilidad.

Los venezolanos estamos solos, abandonados a nuestra suerte. El Estado no nos quiere, no se interesa en cuidarnos, no tiene idea de cómo atacar el problema, ni métodos para resolverlo. Es mucho más fácil denigrar de un Código con la infeliz conclusión de que "es demasiado moderno", que aprender a aplicarlo correctamente. La mediocridad de las autoridades se traduce en su irrespeto por nuestras vidas y el desinterés manifiesto en evolucionar y corregir. Su mayor burla es la defensa a ultranza de los derechos humanos de los delincuentes, por encima de los derechos humanos de la gente sana y verdaderamente útil.

Dado que la ignorancia y la impotencia consumen a quienes fungen de autoridad, y carecen de medios y de propósitos para combatir al hampa, recurren a nuestro miedo como único instrumento preventivo y nos sugieren permanecer en nuestros hogares, instalar toda clase de sistema de seguridad, no exhibir prendas de marca, ni joyas, no circular en vehículos nuevos, no resistirse ante el ataque, y otra larga lista de tácitas prohibiciones que conculcan nuestros derechos constitucionales a la vida, a la libertad, al libre tránsito, a la propiedad privada, a la inviolabilidad del hogar...

Hemos sido confinados a un minúsculo espacio dentro de un país que, teóricamente, es todo nuestro, pero en la cruda realidad es un vertedero de sangre.

Cada vez que una bala destroza la cabeza de un inocente, que una navaja se hunde en el abdomen de un trabajador, que una mujer o una niña son violadas, que alguien es atracado, cada uno de nosotros se convierte en víctima también de esa barbarie. Pero el Estado ya no tutela la honradez, los fiscales y los jueces están perdidos en el nuevo Código, los cuerpos policiales ni se inmutan ante una denuncia y los únicos que tienen derechos humanos en este país son los delincuentes.

Indefensos y desamparados ante el crimen, ¡nos están matando impunemente!

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