Juegos peligrosos

Tenía el propósito de escribir en positivo. Un tema desprovisto de aristas políticas. Algo agradable, constructivo, que no provocara ira, vergüenza o impotencia. Pero esta tarde, involuntariamente, tropecé con un video cuya descripción me condujo directo a play y tuve la paciencia para descargarlo y verlo de principio a fin.

Un grupo de muchachos, que no alcanzan aún los veinte años, baja las escaleras de un cerro situado en algún punto de la autopista Francisco Fajardo, captan aquellos vehículos que circulan con las ventanillas abiertas, se les acercan y arrebatan a los pasajeros sus lentes, bolsos, relojes, celulares y hasta computadoras. Desde luego, esto no nos sorprende. El hampa ocupa cantidad de cuartillas en las páginas de todos los periódicos, decenas de segundos en los noticieros de radio y televisión. Ocupa, también, nuestras vidas, mientras sobrevivimos en un país que ya no sabe cómo es vivir con tranquilidad.
Lo impactante del video, más allá del modus operandi y de la propia acción, es la fase previa. Filmadas desde algún punto estratégico de la zona, en sucesivas escenas esta media docena de muchachos, reunidos en una esquina del barrio, portan armas cortas y largas, caminan de un lado a otro, conversando entre ellos, mientras esperan la señal para ejecutar sus planes. Los que usan armas cortas, las sostienen con la mano como si se tratase de un objeto cualquiera. El que tiene el arma larga, camina apoyando el cañón en el piso a modo de bastón. Exhiben sus juguetes con la mayor naturalidad. Gesticulan con ellas como si fuesen una prolongación de sus extremidades.

En algún momento, una niña no mayor de seis años surge de una esquina posterior y pasa entre el grupo sin prestar demasiada atención a lo que ve. Tampoco ellos se fijan en la pequeña. La indiferencia es recíproca. La niña desaparece y, al poco rato, los muchachos se van a jugar a la autopista. Juegan a los ladrones, pero lo hacen solos, porque no hay policías alrededor.

La autopista Francisco Fajardo ya no es tal, porque desde hace muchos años, a ciertas horas, no es más una vía de circulación rápida. Se ha convertido, en cambio, en una inmensamente larga trampa en la que los vehículos se desplazan a paso de morrocoy. Condición idónea para que los iniciados en el -aparentemente- muy rentable oficio criminal desarrollen sus habilidades.

Cantidad de niños, adolescentes y jóvenes de los barrios caraqueños crecen con el ejemplo del delito como medio para lograr sus fines. La mayoría dispone de buenos entrenadores. Su patio de juegos es la calle. Su mejor juguete, un arma. El juego consiste en delinquir para ganar. Pero todas las versiones de este juego los convierten en perdedores. Pierden la libertad o pierden la vida. Algunos de ellos pierden ambas. Sucede todos los días, muchas veces al día, en cada metro cuadrado del país. No parece que tengan conciencia de cuán peligrosos son sus juegos. O acaso lo saben, y no les importa, porque han aprendido a vivir con la muerte.

Me pregunto cuál de esos muchachos que se ven en el video conseguirá no pisar jamás la cárcel; cuál de ellos recapacitará y cambiará el rumbo de su vida; cuál de ellos logrará celebrar su próximo cumpleaños; cuál de ellos podrá llegar a viejo.

9 de octubre de 2007

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