Humo


Título original: Dim
Autor: Iván Turguénev
Ficha: DeBolsillo, Random House Mondadori, Barcelona, 2004.
Nº Páginas: 255 (Incluye un Apéndice de Víctor Gallego Ballesteros)

La mayoría de los autores rusos que he leído coinciden, cuando menos, en dos aspectos comunes en sus obras: por un lado, la imagen de un país enorme surcado por poblaciones remotas de rudos campesinos, que viven o intentan sobrevivir luchando contra las adversidades que producen el aislamiento, el clima, la ignorancia, la envidia y la miseria; por el otro, el ambiente de las grandes urbes donde se concentran los factores de poder y las clases privilegiadas, que refleja una sociedad anclada en un rígido entramado de costumbres y comportamientos políticamente correctos, pero que en realidad no es más que un ahuecado laberinto de posturas falsas, sentimientos convulsos, frivolidad y corrupción.

En Humo Turguénev consigue plasmar este último aspecto con diáfana claridad a través de personajes entre quienes los contrastes son especialmente acentuados. El autor es un maestro en esto de delinear y definir el carácter, el espíritu y la expresión de cada uno de ellos, tanto como la fisonomía. Es detallista hasta en lo insignficante. No se limita a elaborar un esbozo superficial, por el contrario, se esmera en aderezarlos con tal precisión, que no deja lugar a duda que, en efecto, como revela Gallego Ballesteros en el Apéndice inserto al final de la obra, "siempre partía de personas reales para dar vida a los protagonistas de sus historias".

Los personajes de Humo descuellan por su individualidad. Litvínov, provinciano, conservador y emprendedor, libra un dura batalla entre su conciencia y sus sentimientos, debido al brete que le supone ahora su compromiso con Tatiana «una muchacha de sangre de la Gran Rusia, con una asombrosa expresión de bondad y dulzura en sus ojos inteligentes», mientras observa con indisimulada desconfianza las interrelaciones del círculo social donde se desenvuelve Irina Osinin, su gran amor, princesa de genuina prosapia, pero cuya familia se ha venido a menos por uno de esos reveses implacables. Bella, inteligente y peculiarmente realista hasta rozar el cinismo, no consigue, sin embargo, liberarse de sus flaquezas y pasiones, ni de su marido, el general Ratmírov, un atractivo y brillante militar, la mar de la discreción y los buenos modales, a quien no pasa desapercibida la mutua atracción de aquellos dos. Una especie de tácita comprensión se impone a su perspicacia, mientras los amantes furtivos desvelan mutuamente sus ansias en prolongados momentos que pendulan entre la impaciencia, el sentido común y la desesperación.

En torno a ellos, van y vienen a la largo de la novela sujetos que Turguénev describe con fascinante pormenorización: Bambáiev, «hombre de bien, escaso de luces, ya maduro, siempre sin un céntimo y entusiasmado con alguna cuestión, que recorría ruidosamente, aunque sin ninguna finalidad, la superficie de nuestra paciente madre, la Tierra»;  Gubariov, «un señor de aspecto respetable y algo obtuso» a quien todos se dirigían con respeto, «como si fuera un instructor o un jefe, y él respondía murmurando, tirándose de la barba, moviendo los ojos o pronunciando palabras sueltas e insignificantes que enseguida eran atrapadas al vuelo, como preceptos de la más alta sabiduría»; Sujanchikova, «una viuda de unos cincuenta años, con un rostro extraordinariamente vivaz y amarillo como un limón, unos pelillos negros sobre el labio superior y unos ojos inquietos, que parecían prestos a salir de sus órbitas, sin hijos ni medios de fortuna, [que] llevaba más de un año vagando de un sitio a otro»; Voroshílov, elegante, refinado y con cierto aire marcial, pero sin el «verdadero chic de un pura sangre, despreciaba todo lo antiguo, sólo estimaba la crema de la cultura»; Pischalkin, «uno de esos hombres de los que Rusia, quizá, tiene verdadera necesidad, pues, a pesar de ser un individuo limitado, bastante ignorante y con escaso talento, era concienzudo, paciente y honrado»; Bindásov, «calvo, desdentado y borracho, un aprovechado y un truhán, terrorista sólo de palabra, comisario por vocación»; Kapitolina Márkovna Shestova, «una solterona de cincuenta y cinco años, extravagante, bondadosa y honrada, alma libre en la que ardía el fuego del sacrificio y la abnegación, [y además] demócrata»; y, entre otros varios, Potuguin, el alter ego del autor, caracterizado en la figura de «un hombre ancho de hombros, con la cabeza baja, un gran cuerpo sostenido por unas piernas cortas, cabellos rizados, pequeños ojos inteligentes y tristes bajo unas cejas espesas, boca grande y regular, mala dentadura y una nariz típicamente rusa, de esas a las que se le da el nombre de patata; parecía torpe e incluso salvaje, pero no cabía duda de que no era un hombre corriente. Le gustaba hablar y sabía hacerlo; pero como persona cuya vida ha tenido ya tiempo de borrar todo resto de vanidad, esperaba con la paciencia de un filósofo una ocasión, un encuentro conveniente».

Es precisamente Potuguin, observador, analítico y en ocasiones cáustico, quien mejor retrata a algunos de los mencionados personajes; así, durante su primera conversación con Litvínov dice: «Sí, sí, son todos personas excelentes y, en consencuencia, no sirven para nada. Los ingredientes son de primera calidad, pero el plato no hay quien lo coma».

Tengo predilección por la Literatura Rusa, sobre todo la época dorada del realismo literario al cual pertenecen Pushkin, Gogol, Chéjov, Dostoievski, Tolstoi y Turguénev, cuya novela objeto de esta reseña recomiendo, porque está escrita tal como desearía yo escribir, porque siendo el tema común y corriente, la trama está bordada con hilo de oro en cada párrafo, desde la narración hasta los diálogos, y porque tiene un final que no es el que uno espera, pero sí el que se desea. Esto ya complace tanto como encontrar dos aceitunas en vez de una en el martini.          



Iván Serguéyevich Turguénev (Oriol, Rusia, 1818-Bougival, Francia, 1883), novelista y dramaturgo. Impresionado por la sociedad y cultura occidentales durante su primer viaje a Alemania, residió la mayor parte de su vida en Baden-Baden y en París. Escribió alrededor de 25 obras, entre novelas, relatos y piezas de teatro. En la Plaza Manezhnaya de San Petersburgo hay una estatua en su honor.

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