La búsqueda

©Chema Madoz


Ni siquiera imaginas que he venido a parar a un laberinto. No era este el plan. Pero ahora lo es. Al menos en este momento del día que se abre desde la bruma y se traga las calles y los árboles por donde paso, los perros y las huellas de quienes caminan sin descanso por los pasadizos de sus responsabilidades, sin tiempo para un café o para un cigarrillo.

Hay que dejar tranquilo a quien se planta cada tarde en la puerta de una iglesia con el pequeño cuenco hecho con una bolsa plástica para esperar que los feligreses tiren una moneda o dos, como quien tira un papel al suelo con la certeza de que otro le ha visto.

Tráeme una flor amarilla de aquel canasto que exhibe la gitana en la esquina de la pastelería. Tráemela roja, si lo que por mi sientes se parece al amor y estás de acuerdo en que ambos deseamos desatarnos un poco más tarde, o bien desatarnos un poco, más tarde, cuando pase esta lluvia silenciosa y persistente que lava las aceras, cuando deje de colárseme el frío por entre las mangas del suéter, cuando esta lluvia suave y melancólica, llena de memorias mías y de otros, haya terminado de mojar los zapatos de la gente que no ve que existo.

He perdido el miedo, eso es todo. Se ha ido de repente. Me he dado cuenta esta tarde cuando en su lugar encontré un hueco enorme y descubrí otro hueco, más grande y más oscuro justo al lado, también vacío, pero con un eco de hastío indescriptible. Es que llevo tiempo mirando los zapatos de la gente, contando sus pasos y contando hacia atrás para contar los míos, y he comprobado que no es posible distinguir unos pasos de otros, aunque sean otras las tallas y las pisadas. Todos van o vienen, y yo no soy capaz de recordar qué zapatos llevábamos cuando nos despedimos.

Ya no hay un lugar, ¿sabes? Ese que buscábamos para tener adonde llegar y empezar de nuevo, ese sitio ignoto donde todo sería posible y distinto, porque la vida tendría colores, sabores, aromas y voces diferentes. No está en ninguna parte. Es una pena tener que admitirlo. Sin embargo, todavía persigo trenes y barcos, pues el sueño sigue vivo, aunque nada más sea un boceto simplón y extemporáneo. También ocurre que con el miedo perdí el extremismo radical. Es insoportable tanta tontería. Contemplo a los que parten, a los que aguardan en los andenes de las estaciones con sus mochilas en la espalda y su libro bajo el brazo, como si estuvieran ansiosos de aventuras. Sus bocas tienen la fisonomía de los mares. Parece que todos quisieran encontrar un pedazo de planeta donde suponen que harán lo que desean. ¡Qué desilusión! Algún día volverán al punto de donde partieron, convencidos de que lo que buscaban no existe. También ellos habrán perdido el miedo y la radicalismo. Eso es lo que más duele, porque se descascara el alma como una castaña asada sobre la brasa viva, la muerdes, percibes su ternura, y al digerirla te quedas con las ganas de comer muchas más hasta que el asador se llena de cenizas y te enteras de que también el invierno se ha ido. Es como si el sueño que sigue siendo apenas un boceto se endureciera y fosilizara.

Pienso en los detalles, los minúsculos, los que no se perciben, los ínfimos poros de la piel de la vida donde se van incrustando los susurros, el polvo, el aliento, la mugre, los olores, las sensaciones, las caricias, la sangre, el sudor de quienes nos rozan, nos tocan, nos abrazan, nos golpean, nos aman, nos odian... Pienso en la minimización de la vida y en nuestro mimetismo existencial.

Imagino que estás tratando de sofocar una estruendosa carcajada, conteniendo las ganas de echar a correr, reprimiendo tu deseo de rebelarte contra la conveniencia de desistir de la búsqueda de ese lugar que no existe y volver a los lugares comunes donde cada cual tiene algo que hacer y un meñique atado a una raíz.

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