Desnuda sentada de espalda

©Henri Matisse

Es otoño y hace frío. El sol pinta la mañana de azul claro. Un gemido de bisagras acompaña el movimiento de la puerta que se cierra con un leve golpe seco.

Roble-hierro.
Bronce-vidrio.
Es el umbral y el límite.

Adentro, el techo bajo el que habitan el fuego, la madera veteada, la piedra inmóvil, los tejidos suaves, donde tienen su lugar preciso la palabra, el silencio y las representaciones. Afuera, el muro malva encrespado por la sinuosidad de una hiedra que trepa hasta las rojas y recortadas tejas, espesa, sarmentosa, acorazando espacios con sus lóbulos de corazones verdes, y un poco más allá la bóveda del aire, el reino de la (in)diferencia, la esencia y las transformaciones. Los árboles, centinelas urbanos, flanquean los pasos de René a lo largo de la estrecha calle. Alrededor, un ronroneo de palomas que picotean en el suelo hace coro a las risas que estallan en el pequeño parque. Los tubos de colores, andamios de los primeros sueños, soportan aventuras de piratas, soldados, monstruos amarillos y guerreros inmortales que lloran sin vergüenza alguna sus derrotas. Cuánta distancia entre aquella infancia feliz y esta juventud con la que taconea sus trajines. Un mechón azabache y rebelde cae sobre sus ojos cuando desciende veloz, dueña del aire, a bordo del columpio, rozando el suelo con los dedos de los pies, suavemente, acariciando la morbidez de la grama, primitiva sensación del placer, inconsciente y fugaz, convertida en una risa larga y ancha, arriba y abajo con los brazos abiertos, audaz y temeraria, volando cada vez más alto, afianzada en la mirada que la sigue. Sí, esa mirada fiel y protectora.

_ René, nombre de rana, rana, rana...!- Cercada por el estribillo, la rueda gira una y otra vez, a saltos. Una sucesión de ojos burlones y pequeñísimos dientes incompletos la atrapan en un corro de risas que deslizan dos lágrimas por sus mejillas. En medio de la rueda, queda envuelta por los saltos de rana, rana, rana… Mateo arremete desde un árbol. Diestro en el manejo de su arco, lanza flechas con puntas de chupón de goma que revientan en las pequeñas nalgas. El círculo se abre y estallan los chillidos. Corren. Desaparecen. Agradecida, ella recoge una por una las flechas. Satisfecho, Mateo las recibe con una sonrisa heroica.

Pero hoy es jueves y no puede pensar en jugar. ¡Cómo que no! Si lo piensa mejor, es eso exactamente lo que hace: jugar para que otros jueguen. Lo único diferente es el juego. Y los años que separan aquel corro infantil de estas escaleras hacia el Metro. En el andén de enfrente se detiene el tren que va hacia el norte de la ciudad. Su mirada se fija en los engranajes de hierro, en los rieles, en las ruedas lisas embadurnadas de grasa y suciedad. Mateo estaría de acuerdo en que los trenes de ahora ya no son como los de antes, los que tenían una locomotora con ventanillas abiertas y avanzaban por entre las montañas dejando una estela de humo negro que se difuminaba en la distancia mientras dentro iba un señor con gorra de visera y delantal azul paleando enormes trozos de carbón al interior de un horno y detrás de la locomotora media docena de vagones de colores engarzados unos con otros zigzagueaba sobre la línea férrea como una serpiente hasta que a lo lejos se veía una polvareda anaranjada envolviendo a una banda de villanos con medio rostro cubierto con pañuelos cabalgando desbocados para alcanzar el tren y obligar al conductor a detenerse y las ruedas de hierro chirriaban con un silbido agudo y prolongado y a René la piel se le templaba y sentía una sensación de frío en los dientes hasta que el tren paraba y los jinetes asaltaban a los pasajeros y después se iban dejando un mensaje para el comisario. Así lo diría Mateo, sin respirar, de un solo golpe. El tren que va hacia el sur entra en la estación y el chirrido de los frenos le devuelve, como siempre, la sensación de sierra entre los dientes. Cuando entra en el vagón, percibe el hedor nauseabundo concentrado entre el espacio y el silencio de los viajantes. El trayecto desde Goya hasta Sol es un juego de sombras.

_ René, ranita de mi estanque- susurra una voz en la penumbra. Un aliento de volutas de humo se enrosca alrededor del cuello de René estirado hacia atrás, hundida la cabeza en el hoyo de la almohada sobre la que se desparrama la cascada de su pelo alborotado, perfumada con fragancia de hierbas, y del rancio aroma a habano puro que lo impregna todo. Su cuerpo es barro pálido y caliente en esas manos que le dan nueva forma para convertirla en lo que no quiere ser, en lo que ya no es y vuelve a ser cuando ambas, húmedas e hirvientes, la someten al molde del deseo proporcionándole doloroso placer, enfebrecido alivio, desatando íntimas tempestades que la liberan de su mortalidad. Es el instante preciso de su gloria, del poder que la posee y en ella se transmuta, complacida y complaciente, exigente y dadivosa, ama y esclava de su esclavo y amo.

_ René, tienes un nombre ambiguo- susurra la voz, haciendo avanzar su firme y afeitada mandíbula a través del pubis, rozándole el ombligo con los labios, contemplativo sólo por un instante antes de introducir la punta ensalivada y brillante de su lengua en la oscuridad del pequeño abismo. La boca de su vida –su boca de la vida- desprende sensaciones que confluyen revolucionadas en la contorsión de sus caderas. Su pubis, aplastado bajo la plenitud del héroe dispuesto a la invasión y a la conquista. Ella, lanza o bandera, estandarte o tallo de solitaria flor, desnuda, sentada en el borde de la cama, de espaldas al cuerpo que yace dormido, levanta la mirada y se descubre en la mujer desnuda, sentada de espalda en el borde de la cama, que le habla desde el silencio colgado en la pared y le revela todos sus secretos.

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