Veintinueve escalones


Amanece en marzo. La lluvia que debió regar los campos en febrero llega tarde, precediendo los próximos colores de la inminente primavera. Facundo despierta sin reloj para ponerse junto a la ventana. El resplandor blanquecino de un sol tras bastidores poco a poco matiza la mañana. Matilde duerme plácidamente aún, abrazada a las almohadas. Sobre la hornilla, se oye borbotear la cafetera y la casa se impregna de ese aroma que suele devolver a su habitante memoria de mejores tiempos. ¡Qué pena que sean sólo retazos!, se lamenta. Medios rostros, medias voces, medios paisajes que cada día se le antojan más lejos. Hace tiempo que está viviendo a medias: ocupa la mitad de una casa, trabaja a media marcha, se balancea a duras penas entre un antes que se le difumina y un después que no se le concreta.

Sirve el café caliente y humeante en un tazón de barro que aprieta entre las manos. Si cierra los ojos, el calor del barro viejo y gastado con aroma de café le alivia la vertiente fría del alma. Una vez más comprueba la aspereza del viento que rasguña la tierra en la que todavía se siente extraño y extranjero. No es como el soplo amable que acaricia los páramos andinos donde hace nueve lustros vio la luz. Allá, donde al invierno se le llama lluvia y al verano sequía, y el otoño y la primavera dependen de la mano que tala y de la mano que cultiva, el frío es un beso infinito sobre los pechos de la cordillera. Es aquel un frío que no le muerde, ni le raja, ni le quema, que no penetra para quedarse adentro, como éste.

Apostado de nuevo junto a la ventana, abre uno de los postigos para mirar el pequeño patio interior todo mojado, las plantas mustias ahora regocijadas, los cristales empañados de las otras ventanas, los porrones de cerámica, fijados diagonalmente en la baranda de hierro, llenos de flores marchitas y de raquíticos tallos, la terraza del ático de enfrente con el toldo de lona blanco de verano empapado, la puerta cerrada y la cortina azul celeste. Supone, como siempre, que ella estará dormida sobre la cama vestida con sábanas de seda, desnuda bajo una manta gruesa con diseños de lunas y de estrellas en un fondo azul Prusia. La supone con una mano bajo la mejilla, el cuerpo acomodado en un zigzag estable, el cabello completamente abierto, desordenado sobre la serranía de su silueta. Le parece que es así como duermen las mujeres hermosas, en una postura infantil de encogimiento que delata a la vista su vulnerabilidad y su deseo.

“Una mujer dormida de perfil merece que la abracen” escribe. Repite la frase una y otra vez, moviendo apenas los labios, susurrando para adentro, deleitado en la imagen de esa mujer dormida de perfil en el ático de enfrente. Permanece largo rato junto a la ventana, bebiendo a sorbos el café ya tibio.

Su vida es un ritual de viejos hábitos. Matilde, el aroma del café, la poesía, la ventana, ella. Del mundo al cual pertenecía al mundo que le pertenece hay un puente infranqueable cuya aparición nunca sabrá explicarse. Matilde lo llama milagro, pero lo que ella diga no le importa. A Facundo le basta con que esté a su lado, con saberla cerca, con oír su ronroneo de gata distraída mientras se mueve descalza por la casa.

Pocas cosas le son ahora bastante para seguir viviendo. Matilde, aprendiz de maga, supo cómo girar la rueda del destino para arrancárselo a la muerte. Aunque él no se lo ha dicho nunca y ella tampoco espera que lo haga. Facundo, algunas veces, se siente agradecido, y acaso por eso algunas veces siente que la ama. Si amar es, después de todo, algo tan espontáneo como velar el sueño de Matilde, conjugar sus personalidades de niña mujer amante cómplice enemiga, someterla y someterse, reírse con su risa y jurarle como cierta la mentira de que toda su poesía es para ella. Amar a Matilde le parece fácil, lo difícil es dejarse amar por ella. Pero sí, debe admitirlo, su poesía tiene el sello de su musa primera. El escribe sonetos porque Matilde existe. Y porque existe ella. Veintinueve escalones más allá del patio es la breve distancia que separa a su ventana del ático de enfrente, pero a él se le hace más lejano. Quizás es la costumbre de ver hacia lo alto y tener siempre que rozar el cielo con los ojos, porque en Los Andes todo está arriba, montado sobre algo, empinado, colgado, suspendido. De donde él proviene, todo es alto y, por lo tanto, abismal, abrupto, neblinoso, fatídico a veces, siempre silencioso. Como este invierno gris de lluvia lenta y esta distancia breve que él busca superar desde el nadir de su ventana hacia el cenit de la puerta cerrada y la cortina azul celeste. Para Facundo, el día no comienza hasta que ella corre la cortina y la sujeta con el cordón de borlas doradas. Entonces sabe que atravesará el umbral entre la habitación y la pequeña sala, y pasará soñolienta hacia la cocina, agitando con ambas manos la enmarañada cabellera azabache.

La voz adormilada de Matilde atrae su atención. Sentada ya en el borde de la cama, busca las pantuflas con los pies. Al levantarse, se estira hacia atrás y hacia los lados. Desperezada, clava su mirada intensa en la serena mirada de Facundo y sonríe.

_ ¿Ya te masturbaste, cariño?

El le devuelve la sonrisa y enciende un cigarrillo. Le gusta el tono de dulce perversidad con el que adorna su pregunta. Le gusta la sensación que le produce odiarla en este instante, porque es un odio bueno que lo tranquiliza y lo libera. El sabe que ella sabe sobre ella, y ella sabe que él sabe que lo sabe. Ambos disfrutan secretamente de la reciprocidad de sus celos y de sus odios.

Mientras Matilde se cepilla los dientes sentada sobre la taza del váter, Facundo le sirve café con leche en un tazón de barro como el suyo y coloca en un plato dos rebanadas de pan con mantequilla para llevarlo todo en una bandeja hasta la mesa que está junto a la ventana. Es parte del ritual cotidiano y una de las fases favoritas de ambos, aficionados a la alteridad. Facundo esclavo sirve a Matilde reina.

En realidad, Matilde no es Matilde, excepto a medias. También ella vive en la ambigüedad de ser real y, al mismo tiempo, invento. Cuando se conocieron, Facundo escribía un ensayo sobre la influencia femenina en la poesía nerudiana. Matilde, fugada de Granada, se anunciaba como rubia veinteañera experta en artes eróticas en los clasificados de prensa. El no sabía qué era un “francés natural profundo” y quiso averiguarlo llamando a la rubia que resultó ser morena oxigenada, veinteañera de diecisiete años y tan ducha en tales artes como la virgen de la Inmaculada. Ella se enamoró de aquel primero y único cliente, y él la convirtió en su musa nombrándola Matilde y poniendo sobre su cabeza una tiara hecha con espigas de trigo y margaritas. La vida para ambos fue un largo peregrinaje por lúgubres buhardillas, apenas sin equipaje, sin dinero y sin trabajo hasta que Facundo obtuvo el anticipo por derechos de autor sobre su ensayo. Y aunque luego se inspiró en otros poetas para seguir escribiendo sus obras, Matilde quiso quedarse para siempre con el nombre robado. Después, algo que él no se explica y que ella no recuerda sucedió, y la vida desde entonces fue otra cosa.
_ Voy a comprar el periódico y cigarrillos – dice Matilde, levantando la bandeja.

Facundo asiente sin apartar la vista del libro de sonetos. Matilde se viste rápidamente frente al espejo, se recoge el cabello con una peineta y se pinta la boca de fucsia. Se despide de Facundo alborotándole el pelo con la mano. El le recuerda que revise el buzón de la correspondencia y ella ronronea antes de cerrar la puerta.

El quiosco de periódicos está a dos cuadras, pero Matilde no volverá hasta el almuerzo. Se quedará paseando por las calles que se le atraviesen, visitando mercados, eligiendo las frutas y verduras que tengan los colores más vivos y brillantes, las que luzcan apetecibles y artísticas combinadas bajo la luz del sol, fumando un cigarrillo en algún parque del barrio mientras cuenta las hojas de las ramas de un árbol, si la iglesia está abierta, probablemente entre y robe todas las rosas rojas o rosadas que vea en los altares. Facundo la conoce tanto y tan bien, que se divierte siguiéndole los pasos con la imaginación justo hasta que en el ático de enfrente se corre por fin la cortina azul celeste y él ve la leve curva que hace la espalda de la mujer que la anuda con el cordón de borlas doradas. La ve salir a la terraza a pesar del viento y del intenso frío que traspasa la endeble protección de su albornoz.

¡Qué hermosa eres!, murmura con el cigarrillo entre los labios.

Ella se sacude la negra melena con las manos y mira hacia la única ventana abierta en su horizonte: la que enmarca el rostro, los hombros y el torso de Facundo. A esa distancia, ella no puede ver su mirada, pero puede sentirla. El frío la obliga a entrar. Cierra la puerta y deja la cortina atada para que la luminosidad del día llene la casa. Es parte del ritual cotidiano. Hoy no es ese día indeterminado de la semana en el que otra presencia perturba sus emociones. Hoy ella está sola, y él no tendrá que compartirla con nadie.

Veintinueve escalones ya no le parecen una gran distancia. El viento arrecia afuera, pero al menos ha dejado de llover. Lentamente, Facundo cruza el patio interior y, al llegar al pie de la escalera, posa su mano en la baranda de hierro que le quema la palma como un listón de hielo. Observa la empinada estructura de mármol y en su mente una sucesión de nítidas imágenes empiezan a subir frenéticamente los peldaños: ella está arriba, empinada o suspendida en su atmósfera, desprovista de maquillaje y de bisutería, natural y perfumada dentro del albornoz. Facundo acaricia el pasamanos, mareado por la vertiginosa proyección. El viento le entra por los ojos y su mirada fragmenta la pared frente al descanso, el pasillo a la derecha, la luz de la mañana filtrándose por la claraboya, sus zapatos de gamuza hundidos en la alfombra verde olivo que viste de gala la amelocotonada tersura de las paredes, su figura delgada y vertical dentro del pantalón de caqui, de la camisa a cuadros, inmóvil ante a la puerta número cuatro, sus manos, embutidas en los bolsillos, rozan unas llaves, se percata de las gotas embalsadas en las ranuras de su frente, advierte el ligero desfallecimiento de sus piernas con una antigua sensación de miedo, de emboscada en la vorágine del viento. Detesta sus orejas encendidas. Siente la tibia humedad de su transpiración fluyendo por los poros. Se sabe enfrentado a un destino abrupto y abismal, completamente solo, íntimamente expuesto en medio del silencio que como una transparencia merodea, adherido fatalmente a todos los elementos. Sus labios se mueve sin emitir sonidos, incapaces de formar una palabra, medrando su resequedad, palpando con la punta de la lengua las finísimas grietas que le hieren la carne, perforando el roble macizo de la puerta con su mirada gris sobreexpuesta en la aldaba que golpea con el suave movimiento de un ala, hacia arriba, hacia abajo, una vez, dos veces, esperando la pregunta de rigor o la respuesta desde el otro lado, donde el pórtico de la terraza está cerrado pero el viento se cuela en el salón a través de las fisuras, sin anunciarse, sin pedir permiso para posarse a gusto encima de muebles y ceniceros, sobre cuadros, repisas y esculturas, porque no hay duda de cuán acogedor es el ático con sus colores pasteles, su piso de parquet, su techo de yeso blanco, tal como luce visto desde la ventana de su casa.

La aldaba le reta con su pico de halcón a un nuevo intento, pero él sólo espera oír su voz, temeroso de que abra, defraudado de que no lo haga, repentinamente compelido a la huida, desguarnecido de un motivo razonable que explique su presencia, arriesgado al ridículo sin la excusa adecuada, casi arrepentido de su atrevimiento, a punto de escapar precisamente cuando se descubre ansioso por esa mano de ébano apoyada en el marco de la puerta entreabierta, aspirando la voluptuosa emanación de la hembra, salvando en su mirada todo asomo de sorpresa o de enojo, asiendo con audacia el suave quebramiento de sus caderas al ceder sobre su muslo caqui la levedad de su cuerpo, ignorando la reiteración de una pregunta con el único fin de retener su aliento, atrapando con la boca sus abultados labios para devorarlos en un beso, trazando con el índice un sendero nuevo desde la yugular hasta la coyuntura de sus senos, mordiendo y relamiendo sus pezones duros y marrones incrustados cual pequeñas balas en dos lomas perfectas, apagando sus quejas, forcejeando simultáneamente con el dúctil albornoz y con el riel de la bragueta para liberar su indomado impulso, arrebatándole el pudor en el umbral de su puerta ante la impavidez de la aldaba de bronce, rasgando la seducción de sus recatos con la certeza de una pronta sumisión, interpretando sus lascivos gemidos, deliberadamente impúdico y barroco, apoderándose de sus brazos inquietos enlazados a su espalda, complacido en el encono de sus uñas arañando su carne, perdiéndose en la rebelión de sus cabellos, ciego en su espesura negra y olorosa, dueño de su cintura breve, mecenas de sus muslos esculpidos en la corteza de la noble madera, trampero de sus ansias incursionando con el vigor de su más sensible tacto en la húmeda cavidad de sus misterios, ajeno a su renuencia, provocando oleajes corporales de afectos tempestuosos, desatando su morbo, doblegando su falsa resistencia en la fragua de su primitivismo denodado, despojándola de defensas, invencible frente a su rendición, decantando su euforia, penetrando desmedido y poseso en esa tierra sísmica que su delirio invade, presintiendo la inminencia del éxtasis, el embrujo de una muerte almibarada, arrobado por su desnudez, conquistando en ella la victoria suprema, la gloria de su ascenso hasta la cumbre de la cordillera al final de los veintinueve escalones que separa el ático de enfrente…

_ ¡Maldita sea!

… de su silla de ruedas.

Este relato obtuvo un Accésit en el IX Certamen de Narraciones Cortas de Villa de Torre Pacheco, Murcia, España, en 2002.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comparte tu opinión sobre este post.

Instagram