El discurso y el método



Dicto la cátedra de Filosofía del Derecho. Pretendo que los alumnos lleguen a entender qué es el Derecho en su dimensión filosófica. Durante el curso académico debo referirme, aunque sólo sea “panorámicamente”, a los conceptos de Justicia según los griegos y los romanos, los patrísticos y los escolásticos. Curiosamente, a la mayoría le conmueve la desgracia de Sócrates, disfrutan interpretando el Critón, pero les cuesta contemporizar su diálogo con las Leyes.

Mi programa incluye las sempiternas corrientes iusnaturalista y positivista con todas sus posibles variantes teóricas y sus eclécticas variables prácticas. Reparto entradas para visitar los parques temáticos donde mis muchachos ven de cerca a los grandes filosofosaurios: Hobbes en su palacio de Leviatán, Locke en su despacho del gobierno civil, Rousseau en su campiña contractualista, Kant en su Köningsberg racional, el elegante Barón de Montesquieu exhibiendo sus dotes ético-políticas en los resplandecientes salones franceses... Sin embargo, cuando apuesto por el éxito de Rousseau y aspiro algún reconocimiento para Locke, resulta que quien los encandila es el viejo Hobbes con su rotundo enfoque del poder total. Entonces empiezo a inquietarme, porque el enganche pareciera no encajar, pero indefectiblemente encaja, y eso para mi traduce un problema que –sólo deductivamente- supongo generacional. ¿Cómo pueden preferir a Hobbes que a Rousseau? ¿Cómo es que no les entusiasma Locke? ¿Por qué no le prestan esa misma atención a Montesquieu? ¿Qué extraño atractivo hay en Hobbes para tener frente a su puerta a cantidad de admiradores todo el tiempo? Y cuando digo “todo el tiempo” me refiero también a “todos los tiempos”.

Esa curiosa inclinación me obliga a plantearme algunas interrogantes. ¿Qué opinión tienen los jóvenes de hoy de la idea de libertad? ¿En qué forma conciben el poder del Estado? ¿Cómo asumen el ejercicio del derecho y del deber? ¿Cuánto hay en sus propias convicciones de percepción mediática y de empirismo cotidiano? Sirva compartir una de mis recientes experiencias. Recibí un fuerte impacto cuando mis alumnos del último curso declararon, a quemarropa, que le temen a la libertad porque su exceso degenera en libertinaje, y que justifican las prohibiciones porque a través de ellas se garantiza el orden. ¡Ups! La pequeña Mafalda que habita en uno de mis áticos mentales se desplomó del susto al escuchar semejante trueno.

Pero eso no es todo. Durante el recorrido por las sinuosas rutas filosófico-jurídicas, sentarse a tomar un café con Kelsen, escalar una montaña con Hayek, pasear con Hart, salir de tragos con Orwell, armar legos con Rawls, ir a bailar con Dworkin o jugar cartas con Nozic, son episodios memorables del desafío constante de la imaginación y del discernimiento frente a la realidad. No hay forma de sustraerse. Todos los conceptos pasan por la criba comparativa del “así como” y entran en el túnel analítico arrastrando los vicios de las vivencias domésticas, a riesgo de perder y hasta de obviar la objetividad que únicamente el rigor científico proporciona. Pocas veces salimos ilesos. La realidad golpea con extraordinaria fuerza.

Hoy día, enseñar a pensar con las herramientas cartesianas es una tarea poco menos que titánica. Practicar esa suerte de lobotomía intelectual antes de abordar el estudio de los fenómenos sociales y, en particular, el análisis de ideas abstractas, tales como derecho, justicia, libertad, estado, poder, sin recurrir a las imágenes pixeladas de la realidad y a las definiciones elaboradas a partir de experiencias sensoriales, es una empresa harto difícil de llevar a cabo satisfactoriamente. El bombardeo de información constante y abundante es muy superior a la capacidad humana de acceder a toda ella, almacenarla y asimilarla. Ya no es posible ni apartarse de ni mantenerse al corriente de las innovaciones, hipótesis y asertos en el campo de las ciencias sociales, debido a la rapidez con que se suceden y a la inabarcable variedad de posiciones y teorías.

Así que exigirle a los alumnos la lectura directa y “en papel” de las obras de los autores que marcan pautas, pretender que se concentren en explorar las ideas y en cuestionar los puntos de vista de unos cuantos filósofos y científicos del derecho y de la política, y que consigan desentrañar y comprender, desde una perspectiva estrictamente racional y objetiva –no he dicho neutral–, los argumentos de unos y otros, es de por sí un reto a la voluntad y al tiempo, pero también una lid asimétrica entre dos métodos de estudio, dado que supone enfrentar lo tradicional con lo moderno. Y lo moderno está signado por la dosificación, la sobreabundancia y la velocidad que suministra la tecnología informática.

A la recomendación de un número de lecturas, alguien inmediatamente pregunta si es preciso leer todo el libro o sólo algunos capítulos. A la solicitud de un breve ensayo o de una recensión, el pánico les hace presa y sufren lo indecible durante el proceso de análisis, interpretación, síntesis y redacción. A la inesperada invitación a exponer una crítica, la inseguridad en el manejo del tema se agrega al miedo escénico.

Otro inconveniente es que la mayoría de los clásicos jurídicos y políticos han desaparecido de las librerías del país y, cuando se consigue alguno que otro, son pésimas reimpresiones con innumerables errores y dudosas traducciones. Si a esto sumamos el elevado precio de los libros importados, no hay remedio para la reproducción fotostática masiva de páginas y capítulos al capricho que, indistintamente de otro tipo de material, siguen empleando a modo de “guías”.

Por otra parte, por mucho que uno se empeñe en hacer la clase interactiva en lugar de dictar clases magistrales, los alumnos han desarrollado la extraordinaria habilidad de atender e intervenir en ella al mismo tiempo que navegan por Internet en sus teléfonos celulares. Sin ese nuevo apéndice corporal se sienten desvalidos, incompletos y aislados, y su concentración se extingue más rápidamente, porque pareciera que al no tener con qué “jugar”, un súbito acceso de aburrimiento les tomase por asalto, rindiéndolos en un profundo letargo. No obstante, el aparato en cuestión es un recurso de inestimable utilidad, siempre que se sepa aprovechar. Cuando menciono a algún autor a propósito de explicar su aporte acerca de determinado tema, pocos son los que apuntan en un cuaderno con el ánimo de investigar después en la biblioteca; la mayoría despacha el asunto buscando información en sitios web, sin reparar en la veracidad, ni en la certificación académica, ni en la calidad literaria del texto.

La obra impresa tiene ahora sucedáneos: la computadora, el celular y el Blackberry. Cualquier información –cualificada y no cualificada– circula en la red. Y los muchachos se contentan con el resumen simple y superficial. Pasan de largo por las citas a pie de página. Les fastidia el rodeo exegético. Les es completamente indiferente el contexto histórico y el acento ideológico de la construcción. Algunos ni siquiera se fijan en quién firma el texto. Si además hay imágenes, mejor. Los chicos de hoy son visualistas. Y son minimalistas: la información más breve con la mayor rapidez a cuenta del mínimo esfuerzo.

Deduzco que se trata de un problema generacional. Pero si es generacional, entonces no es un problema, sino una característica propia, una condición naturalmente impresa en su código genético, un elemento inédito del cual los seres humanos de generaciones anteriores carecemos, y por cuya ausencia somos –o percibimos que ellos son– diferentes.En cualquier caso, no me parece que esté dando resultados exitosos, ni para los alumnos ni para los profesores, encarrilar a los estudiantes en los rieles pedagógicos tradicionales. No al menos en todas las estaciones del periplo universitario.

Concluyo que debemos adaptar nuestra función docente y, por lo tanto, nuestro discurso académico a las exigencias del singular auditorio que componen los estudiantes de este tiempo, mediante la adopción de las nuevas herramientas y la adaptación de nuestro sistema educativo a la neometodología de estudio, de investigación y del conocimiento. Sería una desfasada tontería desconocer la utilidad y las ingentes ventajas que proporciona la tecnología a la educación. Resistirse a los cambios es una forma de ralentizar el proceso de aprendizaje y obstaculizar el progreso.

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