Distorsión de valores

Esta no es la Venezuela donde nací, donde crecí, donde me formé. No son estos los mismos venezolanos con los que me crié, a los que conocí, y con quienes, hasta hace pocos años, compartía el metro, discutía amistosamente en la cafetería, regateaba en los comercios. ¿Qué pasó en mi país? ¿Qué brusca metamorfosis sufrió mi gente?
El horizonte es un muro cubierto de graffitis imperativos y rostros alterados. Las caricaturas son la más seria expresión de nuestra incertidumbre. Desesperadamente buscamos un rayo de sol entre los nubarrones.

Gracias a alguna cualidad inexplicable, los venezolanos vivimos en nuestra realidad de manera un tanto ubicua, como quien está y no está, entrando y saliendo a través de ranuras circunstanciales, simultáneamente involucrados y desentendidos, enfocando con distintos lentes el entorno. Aplicamos tácticas defensivas contra la agresividad, la depresión y la parálisis. Procuramos sucedáneos para las carencias. Si no hay azúcar, usamos papelón; si no hay aceite, usamos margarina; si no hay justicia, usamos la fuerza; si no hay reglas, usamos el instinto…

En esta realidad, que nos devuelve al estado de naturaleza hobbesiano, el caos se ha deslizado sin obstáculos por la rampa revolucionaria hasta constituirse en el nuevo orden. Pero no todos se desenvuelven con la misma facilidad en estas condiciones. Y no existen fórmulas que aseguren la supervivencia, desde el punto de vista moral, en un país socialmente desigual y políticamente hostil.

¿Nos reconocemos unos a otros? ¿Nos identificamos unos con otros? Hay quien se atreve a confesar su más reciente hallazgo: "Ya no siento que me parezco a los demás, no veo que esta sociedad tenga algo en común conmigo". El choque es brutal y penoso. No sentir lo que el otro, no compartir con el otro, no verse en el otro, es casi como negarse a sí mismo. Cuando no me reconozco en la mayoría de mis compatriotas, entiendo que se ha producido la pérdida o la transformación de "algo" que nos hacía semejantes, que nos unía en un sentimiento, o en una causa, o en un ideal, más allá de lo meramente telúrico.
Cuando toca distinguir entre lo bueno y lo malo, lo necesario y lo superfluo, lo justo y lo injusto, no en interés propio, sino de la sociedad, solemos hacerlo según criterios éticos compartidos. Sin embargo, la realidad actual nos golpea de frente en nuestro intento por conservar un estándar moral mínimo, al menos para las cosas más elementales de la cotidianidad. Que los jueces deben ser imparciales, que la impunidad favorece el delito, que el trabajo es una actividad honorable, que la ambición desmedida de poder es perversión, que los derechos individuales son innegociables.

Pero en el cosmos revolucionario del chavismo, ese estándar ha sido reemplazado por sus opuestos: la inmoralidad y la amoralidad para combatir lo que ellos denominan "ética burguesa". Por lo tanto, justifican romper el molde de los principios democráticos, de las reglas de convivencia pacífica, mediante la distorsión de los valores morales.

Entonces yo tampoco me parezco a ese individuo dispuesto a enajenar sus derechos políticos a cambio de una expectativa de beneficio personal. No se parecen a mí quienes adoptan la indiferencia como signo de neutralidad. Nada me asemeja a los ciudadanos que no aprecian la libertad. No existe vínculo alguno ni de ciudadanía ni de autoridad ni de respeto, entre mi persona y el funcionario que asume la sumisión o la complicidad como garantía de su cargo.

11 de septiembre de 2007

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