El álbum de mi abuela

Dice mi abuela que hay una aldea en la que todos sus habitantes viven tristes, sudorosos por el calor, flacuchentos por el hambre, agotados de tanto caminar, aburridos en la rutina de sus trabajos, ignorantes por la falta de información y, como no existe el dinero ni son dueños de nada, resignadamente pobres. En esa aldea sin aires acondicionados, supermercados, ni automóviles, sin relojes, celulares, ni Internet, la vida transcurre al margen del resto del mundo, reducida a una jornada laboral improductiva, a charlas sobre fósiles ideológicos en las escuelas, a canciones de protesta en la radio, y a largas colas ante unos mercaditos donde la gente recibe del gobierno la ración familiar de pollo, topocho y ñame para un mes.

Cuando mi abuela habla de su aldea, termina siempre en el mismo punto, recordando que, alguna vez, fue un emporio de riquezas naturales, playas, parques, empresas, centros comerciales, cines, teatros, librerías, restaurantes y mil cosas por doquier. Dice que tenía ciudades modernas y pueblos pintorescos en permanente actividad, donde la gente podía trabajar en lo que le gustaba, estudiar lo que quería, comprar cualquier cosa, viajar a otros lugares, salir a divertirse, decir lo que pensaban, escribir en los periódicos, hasta pensar en voz alta y soñar bonito. Dice que los últimos televisores que hubo fueron de plasma y los últimos discos eran compactos, pero de esas reliquias quedan pocas y ya no funcionan, porque ahora en la aldea se alumbran las calles con trocitos de espejos cuando hay luna llena, y los tomacorrientes de antaño se usan como materos silvestres.

A mis catorce años de edad, me da risa oír esas cosas, casi no me las creo, aunque he visto las fotografías que guarda mi abuela y parece que es verdad. Ella también dice que, en aquellos tiempos, había problemas graves, porque a pesar de lo rica que era la aldea, la mayor parte de sus habitantes eran muy pobres, no tenían vivienda ni empleo, no recibían educación ni atención médica, y todos los días los chicos malos robaban y mataban a la gente buena, y también se mataban entre ellos.

Entonces llegó un señor de no sé dónde y decidió que la única manera de solucionar esos problemas era haciendo que todos fueran iguales y tuvieran lo mismo, pero como ese señor no sabía nada de economía, le pareció que lo más justo era que nadie tuviera nada para que ya no hubiesen diferencias ni se cometieran delitos. Dice que tampoco sabía de política, y que por eso, en vez de gobernar junto con otros, decidió mandar él solito. Parece que de educación sabía mucho menos, y obligó a los niños a jugar con fusiles y a no creer en la Navidad. Y como de leyes no tenía idea, se adjudicó la potestad de hacerlas para que todos los demás las cumplieran, menos él.

En el álbum de mi abuela hay montones de fotos de esa aldea. Nunca he estado ahí, porque vivo en otra parte, pero siento mucha pena por sus habitantes. En una de las paredes de su cuarto, ella tiene un enorme mapa en cuyos bordes pegó un listón, hecho con alambre de púas, al que le dio la forma exacta de la aldea. Yo tenía como cinco años cuando vi por primera vez ese mapa cercado así, y le pregunté qué significaba. Mi abuela entonces me miró y dijo: "Significa que tú eres libre".

26 de diciembre de 2006

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